La noche de este martes 7 las calles del este de Caracas, por donde
transité poco después de la caída del sol, estaban vacías. Oscuras y vacías.
Parecía que hubiera caído una lluvia de plomo y los caraqueños se hubieran
escondido en los sótanos del valle.
La imaginación del país estaba secuestrada por los minutos finales de una
muchacha que en 2004 había desfilado por una pasarela internacional llevando en
el pecho el nombre de Venezuela.
Entre suspiros y frases entrecortadas para
expresar el horror, la ominosa convicción de que un día también nos tocará, que
estamos en lista de espera… entre balbuceos, decía, desviamos la mirada y
callamos porque estamos raptados por imágenes horribles de lo que pudieron ser
esos momentos en la autopista que conduce a Valencia.
Cuál sería el pavor de esos muchachos, qué funestas las sombras de la
noche, cuán feroces las caras de los criminales, qué abyecta su mirada, qué
tembloroso el llanto de la criatura, cuál el temor de una bella muchacha
asediada por hienas, cuánta la desesperación de ese hombre en su deseo de
proteger a su familia…
Lo que ocurrió con la familia Berry Spear pasó 24.700 veces el año pasado
en todo el territorio nacional, según cifras del Observatorio Venezolano de
Violencia, que así redondea el número de muertes violentas en nuestro país.
Pero pocos crímenes han sacudido al país con el impacto de este.
Se explica, desde luego, porque una de las víctimas es una figura pública
y, además, profundamente popular. Se cruzan en ella dos atributos que han
hallado residencia en el corazón nacional: la muchacha que ofrece su belleza a
la contemplación del país al que representa en el extranjero como una potencia
de la gracia; y la actriz de telenovela, el gran entretenimiento de nuestros
países.
A esta víctima la conocemos. No cayó en un ajuste de cuentas. No se lo
buscó. No andaba en quizás qué andanzas. No puede ser tragada por el monstruo
de los números sin rostro. Sus facciones, conocidas y queridas, nos impiden
mirar a otro lado. Nos reclaman desde su sonrisa encantadora, desde su juventud
malograda por mano criminal.
La sangre de Mónica Spear se ha regado sobre el mapa de la destrucción de
las instituciones, lo ha coloreado mostrándonos su perfil y sus dimensiones.
Ahora tenemos ante nuestros ojos la prueba de que no se puede estar 15 años
demoliendo las instituciones y esperar que no pase nada. Ha pasado. Está
pasando. Y lo paga la sociedad al precio más alto que quepa imaginar: nos están
matando, están masacrando a nuestros jóvenes y no lo podemos impedir porque los
mecanismos previstos para ello fueron desmantelados sistemáticamente.
Se ha justificado la acción criminal al tiempo que se decretaba un nuevo
blanco de la represión: el hampa campea por sus fueros mientras se persigue a
la disidencia democrática. Se intervinieron las policías regionales y
municipales para quitarles competencias, armamento y, en suma, capacidad de
respuesta ante la criminalidad creciente. Se diseminó el odio por todos los
medios posibles.
Se mostró al Presidente de la República golpeándose el puño en señal de atropello al otro, de “arrasarlo y convertirlo en polvo cósmico”. Se entregaron las cárceles al arbitrio de los “pranes”, quienes se han convertido en barones del secuestro, la extorsión y el asesinato.
Se pervirtió el poder judicial dejándolo en manos de bandas de enanos morales y francos bandidos. Se desnaturalizó la Fiscalía convirtiéndola en un aparato represor de la disidencia.
Así, ¿cuándo se acaba la violencia? |
En suma, las instituciones fueron desguazadas y alrededor de los pedazos
se convocaron fiestas y vítores. Ahora vemos las consecuencias. Y el país lo
está viendo con toda claridad (lo que implica que está reconociendo su
responsabilidad individual en esta quiebra colectiva).
El martirio de Mónica nos echa en cara, también, la impunidad que corroe
a Venezuela. Ante el escándalo del homicidio de la reina de belleza, la policía
local ha superado a las más avezadas del mundo al capturar en tiempo récord a
sus verdugos. Es evidente que ellos siempre han sabido dónde están las guaridas
de los delincuentes, saben quiénes son y dónde se esconden. Saben por dónde
pululan y con qué armas nos masacran.
Ha ocurrido mucho, seguirá ocurriendo, con Mónica se pasaron de la raya.
Y el 4 de febrero los veremos celebrando un delito.
Autor: Milagros
Socorro
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