Todos los días suceden milagros, tener vida es uno de ellos...
Tres personas iban caminando por una vereda de un bosque; un sabio con fama de hacer milagros, un poderoso terrateniente del lugar y un poco más atrás de ellos, escuchando la conversación, iba un joven estudiante (alumno del sabio).
Fue entonces cuando el poderoso dirigiéndose al sabio
dijo: “Me han dicho en el pueblo que eres una persona muy poderosa y que
incluso puedes hacer milagros”. -Soy una persona vieja y cansada... ¿Cómo crees que yo podría hacer milagros?–
respondió el hombre sabio.
“Me han dicho que sanas a los enfermos, haces ver a los
ciegos y vuelves cuerdos a los locos... esos milagros solo los puede hacer
alguien muy poderoso”.
-¿Te
referías a eso?… Tú lo has dicho, esos milagros solo los puede hacer alguien
muy poderoso... no un viejo como yo. Esos milagros los hace Dios, yo solo pido que
se conceda un favor para el enfermo, o para el ciego, y todo aquel que tenga la
fe suficiente en Dios puede hacer lo mismo-.
“Yo quiero tener la misma fe para poder realizar los
milagros que tú haces... muéstrame un milagro para poder creer en tu Dios”.
Ante la insistencia de aquél hombre influyente, el sabio
aceptó mostrarle tres milagros. Y así, con la mirada serena y sin hacer ningún
movimiento le preguntó: -¿Esta mañana
volvió a salir el sol?-. “Sí, claro que sí” respondió rápidamente el rico caballero. -Pues ahí tienes un milagro... El milagro de
la luz-, replicó el sabio.
“Noooo, ¡yo quiero ver un milagro verdadero! oculta el sol, saca agua de una piedra... mira, ahí está un conejo herido junto a la vereda, tócalo y sana sus heridas”.
-¿Quieres
un verdadero milagro? ¿No es verdad que tu esposa acaba de dar a luz hace
algunos días?- Le preguntó el letrado al
latifundista. “¡Sí! Fue varón y es mi primogénito” respondió éste con alegre expectativa.
-Ahí tienes el segundo milagro... ¡el milagro de la vida! replicó el hombre culto. “Sabio, tú no me entiendes, yo quiero ver un verdadero milagro”... rebatió el potentado.
-¿Acaso
no estamos en época de cosecha? Hay trigo y sorgo donde hace unos meses solo
había tierra-... Le dijo el ilustre hombre. “Si,
igual que todos los años”, respondió el influyente personaje.
-Pues
ahí tienes el tercer milagro-... “Creo
que no me he explicado bien. Lo que yo quiero”...
Sus palabras fueron cortadas por el hombre instruido,
quien convencido de la obstinación de aquel otro caballero y seguro de no poder hacerle
comprender la maravilla que existe en todo aquello que le había mostrado, le señaló:
-Te
has explicado perfectamente, yo ya hice todo lo que podía hacer por ti... Si lo que
encontraste no es lo que buscabas, lamento desilusionarte, yo he hecho todo lo
que podía hacer-.
Dicho esto, el hombre rico se retiró muy desilusionado
por no haber encontrado lo que buscaba. El sabio y su alumno se quedaron
parados en la vereda.
Cuando el poderoso terrateniente iba muy lejos como para
ver lo que hacían el sabio y su alumno, el sabio se dirigió a la orilla de la
vereda, tomó al conejo, soplo sobre su cabeza y sus heridas quedaron curadas;
el joven aprendiz estaba algo desconcertado:
‘Maestro, te he visto hacer milagros como éste, casi
todos los días, ¿Por qué te negaste a mostrarle uno al noble hombre? ¿Por qué lo
haces justo ahora, que no puede verlo?’
-Lo
que él buscaba no era un milagro, sino un espectáculo. Le mostré tres milagros
y no pudo verlos. Para ser rey primero hay que ser príncipe, para ser maestro
primero hay que ser alumno... no puedes pedir grandes milagros si no has
aprendido a valorar los pequeños milagros que se te muestran día a día-.
Y continuó diciendo el sabio -Cuando aprendas a reconocer a Dios en todas las pequeñas cosas que
ocurren en tu existencia, ese día comprenderás que no necesitas más milagros que los
que El Creador te da todos los días, sin que tú se los hayas pedido-.
-Entonces
y sólo entonces, te darás cuenta que Su Misericordia sobrepasa con sus milagros
más de lo que tú podrías imaginar o pedir-.
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