La madre tierra, nuestro planeta, es tan
pródiga que constantemente nos premia con un sinfín de impresiones seductoras,
amándonos unilateralmente y no nos pide nada a cambio.
Deberíamos corresponder a ese amor
utilizándola debidamente, pues al lesionarla ponemos en peligro nuestra propia
existencia. Hoy, en el Día de la Tierra correspondo a esa pasión al extasiarme de
algunas percepciones con las que ella gentilmente nos regala y se las comparto:
La saeta transformada en ave cuando surca los
aires en majestuoso vuelo; la gracia titiritesca de las mariposas disfrazadas
de arcoíris jugando a la cuerda con sus amigas las flores.
El espectáculo danzante de las cristalinas
gotas de lluvia al caer en la tierra ávida de sus néctares; el casi
imperceptible movimiento de las nubes peregrinas que descansan adormecidas en
las altas cordilleras.
El delicioso trinar de los pajaritos llamando
a celebrar la aurora; la discusión temprana de las guacharacas Dios sabe porqué
motivos; la magnificencia relajante y espiritual del mar, que susurra oraciones
al romper sus olas en la orilla.
El sensual contoneo de la crestada palma, que
verde de la emoción se deja abrazar del viento que la excita al envolverla de
caricias con su tenue brisa; el candor gratificante del sol mañanero en la
ebúrnea arena de la playa.
Cuando el aguacero disfruta el bañar la
montaña y en agradecimiento esta última se viste de infinitos tonos de
esperanza; la adolescencia de los árboles cada vez que florecen y nos obsequian
con las exquisitez de sus delicados aromas.
El murmullo del arroyo al conversar
secretamente con las redondeadas rocas de su lecho; el enorme alboroto de las
guacamayas solteras porque ningún macho quiere ser infiel.
La regocijante tranquilidad del campo que
eleva nuestra alma al mismísimo cielo donde en la noche serena las estrellas
flirtean con los cocuyos y nos regalan su luz parpadeante y tibia.
El ocaso del astro rey en lontananza
pincelando exóticos lienzos rojizos en la seda del paisaje cerúleo; el
agradable ósculo del céfiro en nuestras mejillas desnudas en una tarde fría
tornándolas rosa de la pena de imaginarnos descubiertos.
© Hernán Antonio Núñez
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