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viernes, 21 de junio de 2013

La Caridad comienza por casa

LA FAMILIA Y EL MANDATO CRISTIANO

A veces olvidamos vivir la caridad con quienes más la merecen.  ¿Por qué nos cuesta querer a nuestra familia?

Querer al enemigo es, en efecto, un mandamiento del cristianismo: poner la otra mejilla es vencerse y perdonar a quien nos ha hecho daño de algún modo. Querer al prójimo bajo cualquier circunstancia, perdonar y actuar, no cómo quisiéramos, sino como hijos de Dios.
Sin embargo, muchas veces pensamos que la caridad sólo vale cuando somos objeto de vejaciones o malos tratos. El gran reto que impone la caridad es con la gente que se mantiene cerca de nosotros, sea por un vínculo familiar o de amistad.
El verdadero cariño tiene su prueba de fuego en los círculos más íntimos, en la casa, en el trabajo y en algunos casos tristemente, la caridad muere a manos de la confianza. La estrechez de los lazos y la cercanía hace que nos olvidemos del respeto que va aparejado al cariño. Un grito, una petición hecha con desdén o cualquier gesto hiriente para con quienes nos rodean suceden cuando el cariño se mal interpreta y la confianza se confunde con la tosquedad.
Es muy común que, por tratarse de un hermano, un padre o cualquier familiar, a esa persona no le tratemos cómo se merece. Arrebatamos las cosas, exigimos un servicio o no somos corteses con aquellos que llamamos “nuestros seres queridos” simplemente porque son “de confianza”.
La costumbre y la convivencia pueden prestarse a bajar el nivel en el trato, a que nos tomemos libertades con nuestros hijos, padres o hermanos. Se trata de personas que comparten un lazo muy íntimo con nosotros, cierto, pero que son individuos que merecen nuestro respeto y, con mayor razón, por ser sangre de nuestra sangre.
"
Un mandamiento nuevo os doy, que os améis los unos a los otros como yo os he amado". Este mandamiento nuevo que nos dio Cristo debe vivirse, primero, en la familia.
En esta iglesia doméstica, que es la familia, deben resonar con fuerza las palabras de san Pablo: “si no tengo caridad, no tengo nada”. Si en la familia no hay un verdadero amor, no tendremos nada.
Y es que el amor que debemos a nuestros seres queridos tiene que mostrarse en actos concretos. "Obras son amores y no buenas razones", canta la sabiduría popular, y es una exigencia que debe reinar en la familia:
-     Ser servicial y ayudar sin que nos lo pidan a las tareas cotidianas dentro del hogar (levantar la loza después de las comidas, hacer algún encargo, mostrarse diligente en los favores que se nos piden, acompañar a quien lo necesita, adelantarse a los favores, etc.)
-        Convivir con la familia con una buena actitud, conversar e interesarnos por los asuntos de padres, hijos y hermanos para conocerlos mejor y poder tratarlos con verdadero cariño.
-    Tratar a nuestra familia con el respeto que merece. Evitar las situaciones incómodas, no entrometernos en su intimidad (a menos que se nos permita), respetar el tono humano (cuidar el pudor, el lenguaje y el trato).
-       Hay que recordar siempre que la familia es una pequeña comunidad donde conviven varones y mujeres: cuidar el trato permitirá que esa convivencia sea atractiva y plenamente familiar.
-     Mostrarnos realmente a su disposición cuando lo necesitan. Que de verdad sepan que pueden contar con nuestra ayuda en cualquier momento.
-        Evitar ser molestos o abusivos. En efecto, un hijo, hermano o padre, es incondicional, pero el vínculo familiar también exige de una buena dosis de prudencia y sentido común para pedir favores.
No hay que olvidar que la caridad primero ha de vivirse con las personas más cercanas: hijos, padres, hermanos… ellos son lo más importante y a veces lo que menos cuidamos. Si permitimos que la costumbre y el hecho de compartir un techo se vuelvan motivo de un trato corriente, estaremos faltando gravemente a la caridad.
Recordemos el amor que se vivía en la Sagrada Familia, reflejo del cariño que debe respirarse en cualquier hogar. Ese será siempre el mejor ejemplo para tratar a quienes forman nuestra familia.
 Fuente: Encuentra.com, sección valores católicos, 26 de Agosto de 2008

1 comentario:

  1. Aunque hablara todas las lenguas de los hombres y de los ángeles, si me falta el amor sería como bronce que resuena o campana que retiñe.
    Aunque tuviera el don de profecía y descubriera todos los misterios, -el saber más elevado-, aunque tuviera tanta fe como para trasladar montes, si me falta el amor nada soy.
    Aunque repartiera todo lo que poseo e incluso sacrificara mi cuerpo, pero para recibir alabanzas y sin tener el amor, de nada me sirve.
    El amor es paciente y muestra comprensión. El amor no tiene celos, no aparenta ni se infla.
    No actúa con bajeza ni busca su propio interés, no se deja llevar por la ira y olvida lo malo.
    No se alegra de lo injusto, sino que se goza en la verdad.
    Perdura a pesar de todo, lo cree todo, lo espera todo y lo soporta todo.
    El amor nunca pasará. Las profecías perderán su razón de ser, callarán las lenguas y ya no servirá el saber más elevado.
    Porque este saber queda muy imperfecto, y nuestras profecías también son algo muy limitado; y cuando llegue lo perfecto, lo que es limitado desaparecerá.
    Cuando era niño, hablaba como niño, pensaba y razonaba como niño. Pero cuando me hice hombre, dejé de lado las cosas de niño.
    Así también en el momento presente vemos las cosas como en un mal espejo y hay que adivinarlas, pero entonces las veremos cara a cara. Ahora conozco en parte, pero entonces conoceré como soy conocido.
    Ahora, pues, son válidas la fe, la esperanza y el amor; las tres, pero la mayor de estas tres es el amor.

    1ra. Corintios 13, 1-13

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